Aidan llegó a los límites del Campo de Ejecución
e inmediatamente sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. El sol se había puesto hacía rato, pero estas tierras parecían envueltas en una sombra eterna. Por suerte, sus ojos le permitían ver en la oscuridad —una de las mayores bendiciones de Shillen—, así que respiró hondo y cruzó el umbral, decidido a cumplir su misión. Tras él, se alzaba el lejano resplandor del pueblo de Dion; delante, un oscuro sendero de árboles, que parecían estremecerse de agonía, le daba la bienvenida a esta tierra maldita.
El mapa que le había entregado el Consejo de Tetrarcas no mostraba ningún sendero, solo una advertencia: «No todo lo que camina merece un nombre». Mientras avanzaba, Aidan percibió el olor a sangre, hierro oxidado y tierra que impregnaba el lugar. Su tarea consistía en encontrar la Reliquia de la Ejecución —un artefacto perdido forjado la noche anterior a su primer juramento— y presentarlo al consejo para demostrar su valor.
Tras caminar los primeros metros, oyó un crujido extraño, ajeno al bosque, y voces que susurraban en una lengua incomprensible, lo que le hizo desenvainar la espada y volverse. Los árboles que bordeaban el sendero ocultaban por completo la senda por la que había descendido, como si extendieran sus ramas hacia él, como dedos que buscaban un rostro. La corteza crujió, una brisa intensa le rozó la mejilla y oyó nuevas voces que parecían burlarse de su desgracia.
Pronto aparecieron los muertos. Los primeros en alzarse fueron solo sombras, envueltas en sudarios, con los ojos vacíos brillando como carbón en la escarcha. Luego llegaron zombis, soldados sin memoria y campesinos muertos por causas desconocidas. Sus cuerpos se movían con torpeza, sus huesos crujían a cada paso, impulsados por un único deseo, un hambre insaciable. Aiden alzó su espada y apuntó su escudo a las criaturas. Aunque repelió algunos ataques, el enemigo pronto se vio superado en número y obligado a huir entre los cuerpos tambaleantes, siguiendo el único sendero disponible, que se adentraba cada vez más en la tierra.
Con cada paso, la hierba seca del camino se aferraba a sus botas como pequeñas manos. Aiden intentó avanzar, pero su armadura se volvía más pesada a cada paso. El elfo miró a su alrededor y por un momento creyó haber perdido la razón, pues le pareció ver ojos brillantes entre los árboles. Había dejado atrás a los no muertos, pero ahora lo envolvían los gritos de aquellos que una vez fueron ejecutados en ese lugar. Sintió una presencia a sus espaldas y, con un rápido tajo de su espada, degolló a quienquiera que estuviera allí... una chica. ¿De verdad acababa de matar a... una chica? Su cuerpo yacía en el suelo, decapitado, como si lo mirara, hasta que abrió los ojos, le sonrió a Aiden, y él oyó claramente: «Nunca escaparás de nosotros». Un relámpago rasgó el cielo, iluminándolo con un haz de luz. El cuerpo de la niña había desaparecido, pero su risa aún resonaba en su cabeza, y ahora una guillotina colosal se alzaba ante él, un recordatorio de las muertes ocurridas en ese lugar.
Se perdió en sus propios pensamientos, y a su lado se alzaba un coloso de ébano, cuyas raíces se hundían en tumbas recientes, sus ramas retorcidas en espirales rotas. Habiendo aprendido que los árboles se mueven de noche, pensó que era una metáfora; cuando el árbol abrió su tronco para dejarlo pasar, comprendió que la metáfora intentaba devorarlo.
La reliquia no estaba enterrada ni custodiada por enigmas; la custodiaba la memoria. La encontró en una cripta al borde del silencio, sobre un altar tallado con nombres que intentaban ser olvidados. Allí, sobre un lecho de polvo y noche, reposaba un pequeño y oscuro artefacto: una gema tan profunda como la pupila de un dios caído, engastada en hierro y envuelta en una red de sombras que parecían respirar. Cada vez que Aiden intentaba mirar la piedra, la habitación reflejaba una imagen distinta: un grupo de hombres caídos, una madre que escondía a su hijo, una prueba sin rostro. La reliquia repetía historias y exigía, como pago, su absoluta atención.
Aidan la tomó. Fue un acto casi automático, una respuesta templada por años de obediencia. La piedra le mordió la mano y le habló en silencio. No era un coro ni un susurro; era el recuerdo de un lugar, comprimido en un latido: «La Prueba». Y entonces recordó por qué había venido: la promesa que le había hecho al Consejo de Tetrarcas, la necesidad de ser algo más que una sombra entre sombras. Cada fibra de su ser anhelaba reconocimiento, aceptación. La reliquia le mostró un futuro posible: ojos que lo venerarían, una balaustrada de alabanzas y un nombre grabado en piedra. Pero también le mostró algo más, más profundo, más frío: el precio de la dignidad, grabado en huesos y juramentos.
La primera visión que la Reliquia le mostró fue la suya propia, pero fragmentada: Aiden alzando la piedra y usándola para juzgar. Donde antes había libertad para los caídos, ahora habría juicios, ejecuciones rituales disfrazadas de orden. La Reliquia no otorgaba el poder de salvar; otorgaba el poder de elegir quién se salvaría del olvido. Eran manos que aferraban la garganta de la noche.
En la oscuridad, los espíritus se acercaron. No atacaron. Se arrodillaron. No por reverencia, sino por reconocimiento: la Reliquia no buscaba al más fuerte, sino a quien imploraba su transformación. El juramento de Aidan resonó como hierro en sus labios. Podía regresar a Adén glorioso, ascender entre los tetrarcas, ser escuchado. O podía abandonar la piedra y morir allí, como los demás que se negaban a decidir el destino de los condenados.
Los árboles tras él crujieron de nuevo, la tierra tembló, como si un gigante se acercara. Se giró y vio un árbol enorme, cuyo tronco brillaba con dos grandes ojos y unas fauces abiertas, intentando atraparlo con sus ramas retorcidas. En ese instante, un destello captó la atención de Aidan. Miró la monumental guillotina, y donde los condenados inclinaban la cabeza esperando la ejecución, estaba escrito: «La Reliquia que buscaba».
Aidan vaciló un momento. La enorme hoja de la guillotina crujió y se balanceó. La reliquia comenzó a alejarse, intentando desaparecer en la oscuridad, sin dejarle a Aiden otra opción. Saltó hacia ella y la hoja de la guillotina cayó.
Respirando con dificultad, Aiden recobró la consciencia. Estaba en su habitación, en aquella posada de Dion. Había sido una pesadilla, o al menos así lo pareció cuando se dio cuenta de que sostenía la «Reliquia de la Ejecución» en su mano izquierda. Miró por la ventana; estaba completamente oscuro y oyó la voz de una niña, como un susurro: «Nunca escaparás de nosotros»...
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Eyden, Caballero Shillen en Lu4- Black Server